jueves, 8 de septiembre de 2011


La gracia de Dios.

Todo parte en un verano que nunca olvidaré. A diferencia de todos los años que íbamos al campamento de pastores de Licán Ray, pasaríamos las vacaciones en casa de mis primos que vivían en ese entonces en Villa Rica. Ahora entiendo que esa decisión de mi padre se debió a que pasábamos una situación económica bastante complicada. Sin embargo, a mis hermanas y a mí nos encantó la idea ya que mis primos eran muy buenos amigos nuestros y sabíamos que disfrutaríamos mucho junto a ellos.

Yo tenía 15 años. Escuchaba encantado el grupo de Los Prisioneros y también a Soda Stereo. En Villarica mi tío trabajaba como carabinero y mi tía como paramédico. En ese entonces mi tío Enrique no tenía un compromiso fuerte con el Señor. O tal vez lo tenía a su modo. El asunto es que el tío bebía y fumaba.

Siempre fui bastante pavo en realidad. Es decir, no era mi costumbre meterme en problemas quizás por temor a lo estricto de mi padre. Pero ese verano el papá y la mamá nos dejaron solos. Un día en la casa de mi tío vi, como de costumbre, la cajetilla de cigarros que dejaba junto a su velador en su pieza. Algo en mí me llevó a sacar con extremo cuidado uno de los cigarros. Era como si me hablaran. Si tomaba uno –pensé- no lo notaría nadie ya que la cajetilla estaba abierta. Finalmente lo saqué. Esa misma tarde, después de la once salí a caminar y llegué a la playa. Tomé mi cigarro y me lo fumé sentado en una piedra mirando el horizonte. Ni les cuento.

Al día siguiente, nadie, según yo, lo había notado. Como de costumbre mi tío llegó de su trabajo puntualmente a las seis. Pero ese día hizo algo diferente. Yo estaba sentado frente a la mesa del comedor cuando entra, saca su cajetilla de cigarros semi llena y la lanza sobre la mesa. La cajetilla se deslizó por la mesa y llegó justo a donde yo estaba. Levanté la vista y lo ví mirándome fijamente. Eso me bastó para entender que se había dado cuenta de mi tontera. Pienso que todos los colores del mundo vinieron a mi cara. ¿Qué iba a hacer mi tío? ¿Me acusaría con mi papá? ¿Me retaría él mismo? Yo esperaba lo peor. Pero para mi sorpresa lo único que hizo fue acercarse a mí, tomarme la cabeza y decir a todos: “estas cuestiones son tan malas. Las voy a dejar algún día”. Mi tío jamás le dijo a nadie lo que yo había hecho. Y esta es la primera vez que cuento esto a alguien en mi vida. No saben lo aliviado que me siento. Este acto, por ridículo y minúsculo que parezca, ha sido una de las muestras más concretas de perdón de pura gracia. No hubo reprimendas, no hubo consejos, no hubo acusaciones. Sólo un gesto de amor. ¿Cómo agradecer eso? Bueno, jamás volví a fumar. Hoy puedo entender mejor esta palabra llamada “gracia”.